Eran las cinco de la mañana del viernes y dos ideas se agarraban de los pelos en su cabeza: llamarlo o seguir esperando. Había salido a cenar con amigas para distraerse, pero había sido un fracaso: no había podido dejar de mirar el celular ni mantenerse sobria.Todo el día fantaseo con lo que iba a pasar cuando él la llamara. Pensaba cortarle el teléfono apenas escuchara el "hola". O decirle, melancólica, que ya era demasiado tarde y que se iba a vivir a otro país. O casarse con el primero que viera y mandarle una invitación con su nombre en letra enrulada. Lo imagino arrepentido, borracho y ojeroso, susurrándole a un barman desconocido que había perdido a la mujer de su vida. Sin embargo, ninguna de esas ficciones logró mitigar su angustia.Trató de odiarlo. Se concentro en su pelo desprolijo, en todas las veces que le había dicho "nenita", en ese día que la dejó plantada, en su pegajoso vínculo con su madre. Pero esas imágenes tampoco le ayudaron a pasar la noche. Entonces se dió cuenta que esperar su llamado era una forma de negarse a sí misma, de traicionar su deseo. Que había que ser auténtica. Que había que hacer lo que dijera el corazón. Que había que ofrecerse, confesarse, abrirse al amor. Que había que correr riesgos: había que tener sexo la primera cita, decir "te amo" en la cuarta y aparecer en jogging y zapatillas en la número seis. Que si era amor verdadero esos detalles perdían su fuerza de estructura. Y que si su sinceridad aguaba la relación, la conclusión era simple: ese amor no era para ella. Que era pedante pensar que el amor podía estar fundado en un llamado de más o una escenita caprichosa. Porque nadie que esté enamorado puede huír. El amor diluye el miedo.Agarró el teléfono, marco el número, alentada por el alcohol y la excitación de la nueva certeza. Escuchó su voz dormida y lo sintió muy lejos. Le habló de sus necesidades, que de ella lo extrañaba y quería tenerlo cerca. Fue sincera, real, vulnerable y un poco patética también. Pero él estaba dormido y postergó la charla para otro día que no llegaría nunca. Apenas cortó el teléfono, supo que no lo volvería a ver. Que al día siguiente la llamaría "la loca" entre sus amigos, bloquearía su remitente de la casilla de mails y procuraría no volver a frecuentar los lugares donde supiera que podía cruzarla.Se acostó, borracha y triste, y entre sueños la sorprendió una nueva idea: pensó que para materializar el amor se necesitaba menos sinceridad y más astucia. Que había que ser más inteligente. Que había que tener paciencia. Que no había que hacer planteos. Ni preguntar intimidades. Que había que vivir el momento hasta que él decidiera que el momento no le alcanzaba. Que había que relajarse y esperar en silencio la ocasión perfecta para presionar. Que la próxima vez sería una perfecta especuladora. Una estratega. Una araña tejedora. Una bruja malvada. Que se dejaría convencer por cualquier coartada misteriosa. Que adoraría a sus amigos. Que soportaría a su suegra y que, cuando fuese el momento, cuando él estuviese acostumbrado, apegado, necesitado y enamorado, tiraría el kimono de geisha al vacío y le pondría los puntos sobre las íes.Esa noche se durmió satisfecha con su hipótesis, pero vivió tironeada por estas dos teorías durante toda la vida. Cambió de parecer cada vez que estuvo soltera, cada vez que la dejaron plantada, cada vez que vió una comedia romántica, cada vez que se separó. Como el péndulo de un reloj. Como una calesita. Como una mujer cualquiera.
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